Lo que no entienden es que sí entendemos

Enrique, sabemos que tú, como nosotros, sí entiendes. Sabemos que tu Secretario de Hacienda también, lo mismo que el líder nacional de tu partido. No hay político en México que no hable del fortalecimiento de las instituciones. No hay político en México que no presuma honestidad (con la bizarra excepción del alcalde de San Blas, Nayarit).  Sobre todo, no hay problema en México cuya solución de largo plazo no parezca tener como primer paso el combate a la corrupción, el fortalecimiento de la rendición de cuentas, transparentar el quehacer público. Sin embargo, en materia de corrupción este país no se mueve y no es cosa de no entenderlo. Tú lo sabes.

Cuando se trata de corrupción las propuestas de solución no se acometen con la misma determinación que otros. El sistema político frecuentemente ignora la importancia de promover y preservar la integridad en el servicio público como una forma de restituir la confianza en el funcionamiento de las instituciones. Se decide investigar pocos casos y eso levanta la sospecha del uso político – es decir, a conveniencia – porque las políticas anticorrupción no son consistentes, ni en forma ni en tiempo. Lo mismo sucede cuando no se investigan: se asocia con encubrimiento, protección y acuerdos, también ellos, corruptos. En cualquier caso el resultado es la profundización de un problema que corroe prácticamente todos los niveles de la vida pública en México.

Los ejemplos de impunidad abundan, pero pocos con la magnitud de los casos recientes de conflictos de interés en los que se ha visto envuelto la administración federal. Ese conflicto de interés es claro, todos lo entendemos: un servidor público no puede mezclar intereses privados con el ejercicio de su función pública. Tanto el Presidente como el Secretario de Hacienda están impedidos de tener relación con un contratista de gobierno que no se derive de la participación de la empresa en los procesos de licitación. La existencia de cualquier otro vínculo es susceptible de sospecha, y como ya se ha visto, es lo suficientemente grave como para, por sí mismo, mermar la confianza en las decisiones de gobierno. Este problema, lamentablemente, no se limita al gobierno federal: veamos por ejemplo al delegado de Iztapalapa, Jesús Valencia, quien utilizó vehículos que pertenecen a un contratista de la delegación para atender asuntos privados. Que quede claro: la posesión o mero disfrute de cualquier inmueble, así como compras y los créditos que sean ventajosos para un servidor público y estén relacionados con un contratista gubernamental son ejemplos irrefutables de conflictos de interés porque la integridad de la transacción es cuestionable. Lo que hicieron se llama corrupción, ¡que no quede duda!

Como si el acto mismo no fuera suficiente, la reacción de todos los involucrados ante estos escándalos ha sido, por decir lo menos, ofensiva para la sociedad mexicana: niegan haber hecho algo mal, a pesar de la evidencia. Incluso parecieran ofendidos ante la exigencia de rendir cuentas. En sus declaraciones estos servidores públicos asumen que no hay conflicto: según sus versiones, los beneficios que obtuvieron no se derivan ni relacionan con el cargo que desempeñan. Esta manera de enfrentar abusos de poder sustituye pobremente la rendición de cuentas con patéticos videos de YouTube y comunicados que no permiten interpelar a servidores públicos que se asumen impolutos.

Ciertamente pareciera que no entienden realmente, como sostiene The Economist, pero eso sería concederles una tierna inocencia casi infantil. ¿Después de toda una vida en el servicio público le podemos creer a un delegado, a un secretario de estado o al presidente que no entienden lo que significa tener un conflicto de interés? En Democracia Deliberada nos parece más probable que el problema sea otro: ni el delegado, ni el secretario de Hacienda, ni el presidente entienden que en México existe una sociedad civil que sí entiende que un conflicto de interés incluye la sola posibilidad de afectación del desempeño del servidor público por la influencia de sus intereses personales, familiares, comerciales, etc. Y que entendemos, además, que esto ocurre aunque no exista una afectación inmediata para el bien público, es decir, aunque no se acuerde explícitamente un trato ventajoso para el contratista. A buena parte de la sociedad mexicana le queda claro que han estado utilizando sus funciones públicas para obtener beneficios privados.

Pero el problema no viene nada más de los políticos involucrados y la pérdida de confianza en el gobierno no es la única consecuencia de estos actos. La falta de posturas claras y determinadas de las instancias que deberían exigir explicaciones y sancionar a los funcionarios involucrados ha sido notable. Este silencio puede ser por falta de voluntad o interés para actuar, pero también puede deberse a poca legitimidad para esclarecer las implicaciones del conflicto de interés. ¿Dónde está la oposición, que debería ser la más interesada en actuar para investigar estos actos? El PAN es el impulsor principal de la creación del Sistema Nacional Anticorrupción, pero no ha logrado desmarcarse del caso Oceanografía ni resolver el asunto de las solicitudes ilegales de recursos públicos para el desarrollo de infraestructura (los ‘moches’). El PRD ha sido similar: el presidente del partido apenas estimó ‘insuficiente’ la explicación de Angélica Rivera sobre la adquisición de la casa a Grupo Higa. Silvano Aureoles, coordinador parlamentario del PRD en la Cámara de Diputados, consideró que se trataba de un asunto privado y recientemente pidió que se investigaran las filtraciones mientras callaba sobre lo verdaderamente importante: el conflicto de interés. Una vez más, a los actos corruptos se le añade impunidad, agravando el problema de confianza de la ciudadanía en las instituciones.

Este caso también es sintomático de la interpretación selectiva sobre el marco legislativo que rige a los funcionarios públicos y su aplicación. Decir que Rivera no debe rendir cuentas porque no es servidora pública es reducir el marco normativo a su mera formalidad. Peor aún: decir que el secretario de Hacienda no era servidor público durante el periodo de transición no es sólo minimizar la ley sino la responsabilidad que deriva de la coordinación entre los equipos gubernamentales, entrante y saliente. ¿Por qué, en este caso, se apegan a la interpretación más ajustada de la ley -sobre lo que les obliga a hacer- en lugar de una más amplia y progresista, sobre lo que les permite hacer?

En nuestro comunicado anterior sobre corrupción mencionamos que la tendencia de este gobierno es confundir los cambios sustantivos con los cambios cosméticos. Pero ahora pareciera que ni siquiera cambios cosméticos se asoman en la agenda: la propuesta de crear una Comisión Nacional Anticorrupción parece descartada, y hasta el momento no se han tomado otras medidas para resolver el problema del conflicto de interés, en lo particular, y el de la corrupción en general. En nuestro anterior comunicado sobre corrupción señalamos que ‘los acuerdos políticos arropan la impunidad’. En este comunicado queremos señalar que con estos escándalos se hace evidente el acuerdo tácito que existe para proteger ese disfuncional status quo, un pacto de impunidad que impide cualquier cambio sustantivo a favor de la rendición de cuentas efectiva.

En Democracia Deliberada creemos que es necesario que se implementen acciones para demostrar que la desconfianza ciudadana es un tema que sí importa para los responsables del gobierno y la política. Además, nos parece que los funcionarios de gobierno deben no sólo apegarse a la normatividad existente, sino mejorarla para establecer instituciones que permitan investigar y sancionar actos corruptos con efectividad y sin importar la filiación política de quien los cometa. Además las personas que ocupen cualquier cargo público deben estar no sólo comprometidas, sino obligadas a mantener un comportamiento apegado a las normas y ética del servicio público. Esto incluye asumir la obligación de rendir cuentas de sus actos y decisiones, cumplir ampliamente requisitos de transparencia, y denunciar conductas que pongan en entredicho la capacidad de otros funcionarios de ejercer su cargo sin beneficiar a unos pocos.

¿Quién lo va a hacer? ¿Quién va a promover cambios sustanciales que permitan combatir la corrupción? En Democracia Deliberada no nos hacemos ilusiones. Nos queda claro que ninguno de los involucrados tiene incentivos para romper ese pacto de impunidad. Se requieren nuevos liderazgos políticos sin compromisos con los involucrados cuyo mandato incluya, como primer acto, tomar medidas radicales contra la corrupción. Medidas sistemáticas, caiga quien caiga, sin distinciones políticas. Ese sería un primer paso en el camino para reconstruir nuestras instituciones democráticas. Por eso declaramos que quienes aprovechen su cargo para obtener ventajas que a otros ciudadanos les niegan, quienes utilicen los recursos públicos para favorecer beneficios particulares, quienes utilicen la corrupción en el discurso sin correspondencia en la práctica y quienes se empeñen, por omisión o intencionalmente, en mantener el estado de las cosas para no combatir la corrupción serán nuestros adversarios políticos.

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