Soy una persona en perpetuo desencanto. Cómo no estarlo en un país donde mujeres y niños recorren valles y montes buscando los restos de sus desaparecidos; donde niñas de 11 años son violadas y asesinadas después de abordar el transporte público; donde muchas otras de 12 años deciden casarse con hombres que les triplican la edad porque ven ahí su única alternativa de movilidad social; donde indígenas embarazadas mueren en los hospitales por no ser atendidas.
Hacer una lista de los agravios e injusticias que hemos vivido durante décadas sería un ejercicio lacerante. Podría pasar horas, días, meses enteros escribiendo a mano los nombres de cada una de las 250 mil personas asesinadas (y sus familias) y de los 50 mil desaparecidos (y sus familias) desde que inició la guerra contra las drogas, los nombres de los 49 bebés de la guardería ABC (y sus familias), los nombres de las 9 mil mujeres víctimas de feminicidio (y sus familias), de las mujeres violentadas física y sexualmente, y también los nombres de cada una de las más de 53 millones de personas que viven en pobreza y seguirán viviendo así si algo no cambia. En el país de las fosas clandestinas y los cuerpos ultrajados que no merecen ser llorados a la mirada indolente de las autoridades, la estadística es una herramienta fría que retrata el estado de desigualdad y violencia que nos tiene sumido en el abismo. Son los nombres y los rostros de las personas que protagonizan esta tragedia lo que golpea el estómago como un puño de hierro hirviente.
Y no, esta realidad que vivimos hoy no es fortuita ni producto de la mala fortuna. Es resultado del modelo neoliberal de despojo, concentración de riqueza y explotación que ha implementado un grupo político que actúa en favor de sus propios intereses y de los intereses del poder económico. Este régimen de terror y desigualdad lo han administrado los gobiernos del PRI y el PAN.
Soy una persona en perpetuo desencanto, sí. Pero también soy una persona que decide no abandonarse a la fatiga de la desgracia y el cinismo. Como feminista radical, como mujer de izquierda, creo que otro mundo es posible. Para adelantarnos a nuestro tiempo, debemos centrar nuestra imaginación en nuestra realidad concreta y al mismo tiempo imaginar posibilidades más allá.
Hoy veo en el proyecto que lidera Andrés Manuel López Obrador y que construyeron y sostienen millones de personas articuladas en el Movimiento de Regeneración Nacional la posibilidad de un cambio hacia un México más justo, más igualitario, digno y pacífico. Veo representados en esa alternativa los movimientos por la justicia social con quienes tenemos deudas históricas que no podemos ignorar más.
No siempre estaré de acuerdo con las formas. Son claros algunos elementos contradictorios, incómodos y adversos a mis ideales y convicciones. No obstante, decido darle mi voto a la esperanza, a una promesa de paz que ponga al centro a las personas más vulnerables y despreciadas por este régimen. Sé que cambiar la inercia de esta máquina destructiva será un proceso lento, complejo, decepcionante en algunos momentos y doloroso en otros.
Contrario a lo que el discurso hegemónico ha logrado posicionar como un dogma, sí hay alternativa. El triunfo de Morena es solo un atisbo y la transformación social debe entenderse como un continuo. Yo, desde el movimiento feminista, me haré cargo de que mis actos políticos pongan énfasis en una ética de apoyo mutuo para fortalecer y crear esas circunstancias necesarias para gestar un nuevo mundo.
Me apropio de las palabras de Susan Sontag: La probabilidad de que mis acciones de resistencia no puedan evitar la injusticia no me exime de actuar en favor de los intereses que profeso sincera y reflexivamente. “Toda lucha tiene una resonancia mundial. Si no aquí, entonces allá. Si no ahora, entonces pronto”.