Han transcurrido apenas tres meses desde que Andrés Manuel López Obrador preside este país y se nota el cambio. La dinámica, los tiempos y el ritmo en el que transcurre la vida pública son distintos. Es difícil distinguir alguna esfera pública en la que no haya tenido impacto. La 4a transformación es palpable en muchos aspectos: desde la interlocución diaria con el presidente, pasando por el gabinete, hasta la política social. Ésta última se proyecta ambiciosa y, dentro de ella, los Programas de Transferencias Monetarias (PTM) han ganado recientemente particular atención.
Somos claros: las transferencias monetarias son una buena medida. Se trata de transferir ingresos monetarios directamente al bolsillo de las familias en situación de pobreza. En su momento, el actual gobierno anunció los programas que hoy en día ya atienden a la población que continuamente fue relegada y olvidada, tanto por las pasadas administraciones como por el mercado. Ejemplos de ello son los programas Pensión para el Bienestar de las Personas Adultas Mayores y Jóvenes Construyendo el Futuro, que, dicho sea de paso, tienen el enorme desafío de romper la transmisión intergeneracional de la pobreza asociada inevitablemente con el mercado laboral.
Sin embargo, también debemos reconocer que las transferencias son un mecanismo útil sólo hasta cierto punto y difícilmente son la única respuesta ante cualquier adversidad. Hay circunstancias en las que una transferencia monetaria se queda corta. La simple provisión del efectivo no alcanza a cubrir la responsabilidad pública que, por definición, le atañe al Estado. Esto adquirió su expresión más grave con lo ocurrido con los programas de financiamiento de albergues para mujeres violentadas, las estancias infantiles para madres trabajadoras administradas por organizaciones sociales con dinero público, los apoyos a organizaciones que combaten el VIH/SIDA, la eliminación del componente de salud de Prospera y la eliminación del Seguro Popular. Una transferencia monetaria por sí misma no puede aliviar la situación de desventaja y de riesgo para la vida que padecen las mujeres, la población LGBTTTIQ o aquellos que carecen de seguridad social. Se debe resistir la tentación de exigirle a la transferencia que lo resuelva todo porque ni es su objetivo, ni lo va a lograr. En estos casos, las transferencias sólo actuarían como ambulancias encargadas de recoger a quienes nuestro machismo ha agraviado.
La solución, en cambio, cruza necesariamente por la creación de un Estado vigoroso y eficiente que pueda asegurar un piso parejo para todas las personas. Los servicios públicos como la respuesta inmediata y automática ante la emergencia son la ruta por construir. La consecuencia de las transferencias monetarias como solución única corre el riesgo de desembocar en una vaucherización de los servicios, una alternativa que, además de ser una fórmula fracasada, es de corte neoliberal. Ése es un objetivo siempre buscado por la derecha. Hacemos un llamado enérgico a rebasar por la izquierda.
Ciertamente, lo que nos heredaron los gobiernos pasados es un Estado reducido, temeroso, sometido, corrupto, mudo y titubeante, que la gran mayoría de las veces no estuvo a la altura de las exigencias, sino en favor de una minoría. Reconocemos también que la creación de un Estado fuerte no sucede de manera inmediata y, justo porque reconocemos que probablemente de momento no sea posible proveer de servicios públicos dignos, es pertinente identificar y ofrecer soluciones intermedias mientras se construye la opción pública, sin afectar a quienes necesitan esa válvula de escape. Quizá el esquema de subsidios a organizaciones sociales para terciarizar servicios no sea ideal y es cierto que existieron abusos. Sin embargo, dadas las circunstancias –y por ahora–, bien podría ser el menor de los males.
El cambio político profundo que significó el triunfo de AMLO se traduce, entre otras cosas, en irrumpir en el gasto social. El círculo vicioso construido por años entre clientelismo y gasto social era el statu quo. Nadie está en contra de cuestionar esa relación. Sin embargo, el argumento de que más gasto social significa en automático más clientelismo es falso. Forzar una relación de esta naturaleza, a rajatabla, puede llevar a la conclusión que, entonces, para solucionarlo habría que disminuir el gasto social a lo mínimo, con todo lo que eso implica. No. En un país donde las pobrezas (así en plural) abruman a dos terceras partes de la población y en el que la desigualdad es más lacerante que nunca, más gasto social siempre será mejor que menos gasto social. Combatir el clientelismo no implica reducir al Estado. Hacerlo así, de manera automática, además de errar el tiro, es síntoma de una miopía voluntaria que ignora lo sucedido el pasado 1ero de julio, cuando por la vía democrática fueron derrotados quienes detentaron el poder por años y no dudaron en usar todo el aparato estatal para permanecer. Encorvar la realidad de esa manera es depositar ahí prejuicios automáticos, además de asumir que la gente no fue –ni es– capaz de identificar dinámicas obsoletas y perniciosas.
Creemos que con la presidencia de Andrés Manuel López Obrador la construcción de un Estado fuerte apenas comienza. Reconocemos que faltan muchas cosas por realizar e insistimos que no todo se resuelve con transferencias. Son sólo seis años para colocar las semillas que permitan el florecimiento del rumbo hacia sistemas universales tanto en el sector salud, educativo y seguridad social. Pero, justo porque reconocemos que el tiempo es limitado, hacemos un llamado a fijar bien el rumbo y vislumbrar con claridad el faro en el horizonte. Si se deben alterar los elementos de las ecuaciones antes utilizadas, que así sea. Atacar la corrupción, incrementar la recaudación, robustecer el Estado y las necesidades sociales, todo a la par, sin duda, puede resultar ser una fórmula explosiva, pero no hacerlo –siquiera intentarlo–, y seguir sin atender una necesaria reforma fiscal para financiarlo, sería gatopardismo: cambiarlo todo para siga igual.
No hay duda de que la noche electoral de julio de 2018 cambió el rostro de la política mexicana. Hacemos un llamado enérgico porque ese rostro no se desfigure y permanezca humano, pero sólido. En Democracia Deliberada, asumimos la responsabilidad de deliberar, vigilar, apoyar cuando estemos de acuerdo, y señalar cuando discrepamos. Eso sí, siempre con la certeza de que nuestro corazón late a la izquierda. ¡Recuperemos el Estado!