De vuelta a la pacificación

El operativo fallido en Culiacán debe transformar la forma en que el gobierno de México ejerce y comunica la nueva estrategia en materia de seguridad y combate al crimen organizado. Lo sucedido recientemente en Michoacán, Iguala y Culiacán revela que, a pesar de haberse declarado el fin de la guerra contra las drogas, en la práctica hay una brecha entre la política de no usar fuego contra el fuego y la inercia de la estrategia anterior. Esto despierta dudas con respecto a la coordinación que mantienen los funcionarios civiles a cargo de la seguridad pública con los mandos del Ejército, la Marina, la Guardia Nacional y con la Fiscalía General de la República. Sin una buena coordinación no habrá buenos resultados y la coordinación es responsabilidad del mando civil. 

En el caso del intento de arresto de Ovidio Guzmán encontramos una colección de errores. Por ejemplo, ejecutar una orden de aprehensión tan importante sin que estuviera inscrita en una estrategia de captura planeada desde el gabinete de seguridad, esto no solo para cumplir la ley sino también para cumplirla con prudencia y con una lógica que considere la contención de la violencia. Asimismo, quedó claro que se desplegó un operativo de detención sin que toda la cadena de mando estuviese informada. 

Aunque algunas decisiones del gobierno hayan sido correctas (haber detenido el operativo para proteger la vida de la población y contener la violencia que detonó un arresto mal ejecutado, y hacer un ejercicio de transparentar lo sucedido, como hemos visto en las conferencias de prensa mañaneras) vemos también inercias que dan continuidad a la letalidad de las fuerzas públicas, las detenciones y los operativos cotidianos, hechos que siguen favoreciendo los ciclos de violencia. Pensamos que la visión de pacificación que se presentó durante la campaña presidencial de 2018 es la correcta, pero creemos que su implementación ha sido equívoca y –en algunas ocasiones– plenamente ignorada. Mantendremos la atención puesta en que esta promesa de campaña se cumpla de la mejor manera posible. Sin un eficaz acompañamiento de inteligencia, coordinación y planeación, con un mando civil calificado, competente, confiable y claro por encima del militar, se agudizan las contradicciones entre quienes pugnan por mantener la vieja estrategia de seguridad y quienes pugnamos por cambiarla como alternativa eficaz para la pacificación de México. 

En Democracia Deliberada creemos que debe apostarse, cuanto antes, por echar a andar una estrategia en dos ejes: uno a corto y otro a largo plazo. 

En el corto plazo, debe abandonarse la lógica de descabezar carteles como mecanismo privilegiado de combate al narcotráfico. Doce años de enfocar recursos y esfuerzos en la estrategia Kingpin, creyendo que eso disminuirá violencia, son suficientes para entender que es un camino equivocado. Aunque en algún caso sea necesario hacer una detención, esta debe tener el objetivo de pacificar y no de completar una lista de perseguidos favoritos de las agencias de seguridad nacionales y de Estados Unidos. Cualquier estrategia de pacificación debe combatir las inercias derivadas de presiones externas o internas. Más aún, no debe caerse nunca en la tentación de querer presentar a un capo detenido frente a las cámaras de televisión. 

Hay otras maneras más adecuadas para construir la paz y la seguridad pública. Entre ellas están: desarrollar estrategias de persecución judicial con una lógica que priorice no la captura de capos, sino la desarticulación de redes enteras, o la contención de la competencia entre cárteles; el seguimiento del flujo de dinero ilícito proveniente del crimen organizado en el sistema financiero con estrategias de colaboración internacional; priorizar la atención a los puntos calientes donde la violencia se acumula; tener estrategias diferenciadas para regiones con problemáticas diferenciadas; proteger a las poblaciones vulnerables de manera más focalizada; apostar por modelos disuasivos y preventivos de justicia cívica en estados y municipios; echar a andar el nuevo modelo de policía municipal de proximidad, así como tener estrategias locales de contención de los factores de riesgo, tales como la circulación de armas, la mala urbanización pública o transformar los centros de integración juvenil en una red de atención eficaz para los jóvenes con conductas agresivas.

Coincidimos también con aquellas voces dentro y fuera de la administración que señalan la necesidad de seguir disminuyendo la letalidad de nuestros cuerpos armados, tanto de la nueva Guardia Nacional formada por cuerpos armados que ya existían, como del Ejército, la Marina y las Policías locales. No obstante, reducir la letalidad no bastará: necesitamos cuerpos de seguridad capaces de implementar estrategias de disuasión, intervención y prevención más allá de los operativos, los decomisos y los retenes, los cuales también evocan dentro de sí acciones que suelen incentivar la violencia. Para ello, los cuerpos de seguridad –que deben ser conducidos por civiles– deben tener formación, capacidades, coordinación entre niveles y salarios dignos. 

Estamos conscientes de los riesgos que enfrentan nuestros agentes armados y reconocemos su servicio al país, pero si queremos evitar responder al fuego con fuegoes necesaria la vigilancia civil, el control estricto y una estrategia dirigida a la disuasión desde el ámbito local. La Guardia Nacional por sí sola no reducirá la violencia. 

En el largo plazo, es innegable el componente social, comunitario y económico detrás del surgimiento de violencia y crimen en nuestro país. Por eso, celebramos que la política económica y social tenga un protagonismo en el plan de seguridad (Jóvenes Construyendo El FuturoBecas Benito Juárez, etc). No obstante, sugerimos que en su consolidación como programas de “prevención de la violencia” se enfoquen aún más en identificar con precisión a quienes están“marcados para morir”, esto es, identificar qué poblaciones han sido víctimas y victimarios del conflicto y atenderlas de forma prioritaria y particular. En general, vemos en esos programas sociales una ausencia de la población que, desde edades más tempranas, abandona la educación básica y comienza a tomar trayectorias de vida de alto riesgo. Su atención, entonces, se convierte en un imperativo. La transformación ética de la sociedad requiere regenerar las relaciones interpersonales en las comunidades, crear confianza, promover la resolución pacífica de conflictos en lo local y, por supuesto, crear oportunidades de progreso. 

Una de las causas de la crisis de violencia que vivimos es la aplicación de una política de drogas represiva que, si bien tiene rasgos particulares, se nutre de un régimen internacional de prohibición. Apoyamos el esfuerzo por desmantelarlo en México y sugerimos que, independientemente de las negociaciones internacionales, se adopten estrategias regulatorias que permitan la rectoría del Estado en la materia desde un enfoque de salud y finanzas públicas. Ante la posible legalización del consumo y producción de la marihuana, se deben analizar las estrategias de regulación y tributación ejecutadas en distintos países (como UruguayCanadá y Estados Unidos) para poder encontrar la carga fiscal óptima a la vez que operar políticas de salud focalizadas; eso implica hacer un análisis de cómo se formarán los precios del cannabis y sus derivados para que, efectivamente, el mercado legal desplace al mercado ilegal.

Vemos una oportunidad histórica en la Sierra de Guerrero, donde la caída de los precios internacionales del opio se ha acompañado de un descenso muy notable en el cultivo de amapola y en la tasa de homicidios. Así, consideramos que es un buen momento para impulsar en esa región una estrategia de desarrollo social que consolide su tránsito hacia cultivos y mercados distintos a los que han producido tanta violencia.

Es tiempo, además, de resarcir a quienes se encuentran presos por consumo o portación de pequeñas cantidades de droga y, primordialmente, debemos reparar el daño hecho a los campesinos que se han visto obligados a trabajar en campos de amapola en nuestro país; velando porque no sean los apetitos de hacer de la legalización de las drogas un negocio a favor de pocos empresarios extranjeros sino un mecanismo de justicia social. Una política de drogas progresiva y la agenda de amnistía serían una buena bisagra y brújula en ese horizonte. Todo esto, vislumbrado desde la campaña, debe echarse a andar lo antes posible.

A pesar de nuestra posición sobre el operativo de Culiacán, no olvidamos el Plan Nacional de Paz y Seguridad presentado por el presidente López Obrador para resolver la crisis de violencia y derechos humanos que padece México. Celebramos la intención deliberada por pacificar el país. Saludamos la ponderación de la vida de las personas por encima de un enfrentamiento directo. 

Dicho lo anterior, nuestros señalamientos principales son de otra naturaleza. Queremos invitar a colegas, amigos, aliados y expertos a que recuperemos la agenda de amnistía; reafirmemos el mando político y civil sobre la coordinación de las fuerzas armadas con objetivos claros como la reducción de homicidios; atendamos las causas estructurales de la violencia de forma más realista y mejor planeada; seamos insistentes en las estrategias regulatorias con rectoría del Estado con enfoque de salud y finanzas públicas; seamos más estratégicos en la política social, pues no es una solución inmediata; atendamos los territorios más violentos y, sobre todo, abandonemos falsos dilemas y asumamos la complejidad del problema tal cual es.

Por un México pacífico para todas las personas y una política de seguridad pública soberana y bien aterrizada.

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