Por el bien de las y los pobres, más y mejor Estado

El 1 de julio de 2018 triunfó en las urnas un proyecto político cuyo lema histórico “Por el bien de todos, primero los pobres” implica una promesa y también un compromiso: generar las condiciones necesarias para abatir la pobreza y la desigualdad que flagelan a México. El lema enuncia un sentido de gobierno que se opone a las diferencias entre quienes lo tienen todo y quienes no poseen lo mínimo necesario para una vida digna. Nombrarles, por ende, significa visibilizar y priorizar a aquellos segmentos de la población que han permanecido en la sombra. Desde hace décadas, nuestra polarización ha girado en torno a nuestra desigualdad: los derechos convertidos en privilegios de pocos. Romper con esta dinámica requiere de un Estado robusto y sano. Uno que privilegie la dignidad humana por encima de la lógica mercantil. Un Estado ágil y habilidoso que reaccione con prontitud y destreza ante cualquier adversidad.

Quince días después de la elección, Andrés Manuel López Obrador anunció un plan de austeridad republicana. El espíritu de la idea cobraba sentido en un país cuyos gobiernos anteriores se caracterizaron por la corrupción en las compras públicas, el tráfico de influencias, la irresponsabilidad fiscal y los gastos suntuarios. El uso irresponsable de dinero público dedicado a beneficios y prebendas personales durante las administraciones pasadas eran recurrentes. Los gastos ostentosos del pasado no deben repetirse. Los recursos limitados del Estado (humanos y económicos) no deben convertirse en pequeñas burocracias doradas. Bienvenido ese reordenamiento del gasto público.

Vemos con preocupación, sin embargo, que conforme pasa el tiempo aquella idea de austeridad, que en principio buscaba recortar el exceso y el lujo dentro del aparato del Estado, se ha ido convirtiendo en un freno para la operación del Estado mismo y que incluso pone en peligro los objetivos de una verdadera transformación. Los recortes recientes del 75% del presupuesto al gasto operativo han dejado a un gobierno debilitado con dificultades para cumplir con su objetivo primordial: servir. Atestiguamos con inquietud que hoy se reducen los recursos destinados a la conservación de las áreas naturales protegidas, a proveer de un seguro a los campesinos que pierden sus cosechas frente a desastres naturales, a las Casas de la Mujer Indígena, a la ciencia, la cultura y la educación superior, entre otros rubros. Así, la política de austeridad está pasando de combatir los excesos del pasado a achicar la protección del Estado a quienes más la necesitan en momentos de precariedad, urgencia e incertidumbre como los actuales.

Los ajustes presupuestarios que tenían como intención reducir a su justo medio el gasto de los funcionarios de élite también han terminado por limitar a quienes trabajan en el sector público, tanto en sus ingresos como en sus condiciones laborales. Un Estado fuerte a favor de los pobres necesita de servidores y servidoras públicos con salarios y condiciones dignas de trabajo. Aún más, si el Estado quiere que los empleadores privados respeten los derechos de sus trabajadores, debe empezar por respetar los derechos de las y los suyos.

Las personas vulnerables no se benefician de un Estado-cajero, un mecanismo que únicamente otorgue apoyos económicos directos. Esto no resuelve carencias en infraestructura social, equipamiento urbano, transporte público, infraestructura educativa, violencias, carencias, necesidades profundas de trámites y servicios. Requerimos de un Estado vigoroso que procure y apoye a la población en desventaja sin que ello implique la necesidad de reducir hasta la negligencia sus propias capacidades gubernamentales, haciendo que las y los servidores públicos negocien sus recursos básicos con las autoridades presupuestales en lugar de trabajar en sus encargos. Necesitamos un Estado que busque zanjar la fragmentación de nuestro sistema público de salud y que busque deliberadamente su universalización. Requerimos un Estado que sea capaz de contribuir a generar las condiciones de crecimiento de la economía. Necesitamos un Estado que ayude a generar  oportunidades de desarrollo para las y los más pobres. La austeridad no ayuda a conseguir estos propósitos: por el contrario, es una especie de canibalismo. Es el Estado como Eresictón quien, tras haber cortado a machetazos el árbol sagrado de Deméter, terminó devorándose a sí mismo.

La austeridad atenta contra el gobierno que le dio origen porque merma su capacidad administrativa y disminuye su margen de acción. La austeridad abona a un posible fracaso en la consecución de las metas de cualquier gobierno. Pasamos de un Estado ineficiente a un Estado famélico. Ninguno de los polos es idóneo. Encontrar la justa medianía es el reto.

Los derechos, muchas veces traducidos para su ejercicio en provisión de bienes y servicios, no son concesiones graciosas. Suelen ser el resultado de luchas populares y demandas sociales, muchas veces articuladas desde la izquierda y desde la base. Con el objeto de evitar que estos derechos se convirtieran en un bien al que sólo pudieran acceder quienes tuvieran capacidades económicas suficientes, y para alejarlos de la rapacidad del mercado, le dimos al Estado la tarea de proveerlos a todas las personas y, en especial, a quienes más lo necesitan. La misión primordial del Estado y de su gobierno debe seguir siendo precisamente ésa.

En Democracia Deliberada estamos a favor de poner orden en aquel Estado que dejaron las administraciones pasadas y cuya consecuencia fue un régimen corrupto sin precedentes. Esto, sin embargo, no significa encaminarnos a un Estado tan delgado como desfigurado: que no puede siquiera otorgar los insumos materiales para que su burocracia pueda desempeñarse; que orille a sus Centros Públicos de Investigación a regatear su presupuesto para su propia operación; que –de manera velada– fuerce a su personal a dedicar parte de su salario para sus actividades laborales; que restrinja derechos laborales y los justifique como sacrificios necesarios (ej. aguinaldo); o un Estado que espere que las familias (las mujeres en particular) funjan como la seguridad social del país.

Estamos de acuerdo en exigir cuentas a nuestras instituciones, cuestionarlas con rigor e incluso transformarlas, si fuera necesario. Las instituciones deben adecuarse a su momento histórico y evolucionar junto con el pacto social. Sin embargo, un gobierno amputado poco puede hacer para atender a una población que creyó y leyó en su lema una mejor ponderación de sus necesidades. 

En Democracia Deliberada nos manifestamos por un Estado de Bienestar robusto que no repita los errores del pasado y que evite engendrar una burocracia intocable, altiva y distante, pero que, al mismo tiempo, evite auto-cercenarse a la menor provocación. Apostamos por un Estado cuyo aparato burocrático sea ágil, creativo, eficaz y con capacidad administrativa. Manifestamos nuestro respeto a quienes pertenecen al servicio público pues, en gran medida, de ellos depende la capacidad operativa, administrativa e imaginativa del Estado para atender a quienes viven marginados. Sin la presencia de un Estado fuerte, quienes acumulan desventajas quedan de nuevo sin derechos, a expensas de la lógica del mercado. Cuando se carga a las familias (en particular las mujeres) de esta responsabilidad, quedan a merced de mercado, todavía más excluidas y sin defensa. Es por esto que hacemos un fuerte llamado: ¡Por el bien de las y los pobres, más y mejor Estado!

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